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Jorge y Bruce

Nuestro camino musical se ha cruzado a menudo con el de muchas leyendas del rock americano. En nuestro primer disco Rainy Days And Broken Hearts (1998) colaboró Elliott Murphy, con quien tocamos en numerosas ocasiones. Más adelante Jorge se incorporó a su banda como bajista y mandolinista. Quedan para el recuerdo más de 100 conciertos por toda Europa y un DVD en directo.

Jorge también tocó en diversas giras y conciertos en Europa y EEUU como guitarrista con Willie Nile, Joe Grushecky y Cindy Bullens, con la que grabó un disco doble en directo.

Y en caso de que te lo estés preguntando, la foto de la arriba no está trucada con Photoshop…

En el festival Light Of Day en New Jersey, el 2 de diciembre de 2006, Joe Grushecky invitó a Jorge al escenario junto a Bruce Springsteen.

Las fotos
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Gracias a todos los fotógrafos: Esteban Peña (Pointblank Magazine), Ruth Barohn, John Cavanaugh y Ron Ring.

A continuación tienes las fotos y el relato que escribimos desde Nueva York, horas después del concierto.

Antes de leer el relato...

“Nebraska”: Nuestra reinterpretación eléctrica del clásico de Bruce Springsteen

Stormy Mondays "Nebraska"
Stormy Mondays han buceado en las canciones que Bruce Springsteen grabó en su casa con su guitarra y armónica, en un "cuatro pistas" de cassette. Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo sería "Nebraska" en su versión eléctrica y Stormy Mondays se han atrevido a dar el paso.

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El relato

Lo que sigue es el «relato de los hechos» escrito por Jorge Otero y Pablo Bertrand en Nueva York, que fue publicado en versión resumida en la prensa local.

Bruce Springsteen, aproximadamente

Por Jorge Otero y Pablo A. Bertrand

Así que me acerco al micrófono y bajo una lluvia de flashes, Bruce Springsteen y yo cantamos “tengo dos hijos, dos gatos, un perro fiel y un sombrero de la suerte; una casa vieja, un coche rápido, pero no voy muy lejos”.

La canción es de Joe Grushecky y yo no estoy soñando: es la 1:46 de la mañana en el Starland Ballroom, donde unas mil personas asisten al 7º festival benéfico Light Of Day. Joe Grushecky and the Houserockers tienen un par de invitados en su concierto. Uno es Jorge Otero. El otro es Bruce Springsteen.

Yo. Bruce. En New Jersey.

Starland Ballroom

Cae la noche sobre East Brunswick mientras dos incautos hacen ímprobos esfuerzos por arrancar un Chrisler PT Cruiser de color morado cuyo cambio automático origina más problemas de los inicialmente previstos.

Hotel Hilton, en medio de la nada, no se divisan aceras ni transeúntes para poblarlas, claro reflejo de los actuales USA; el frío y la sensación de soledad en el parking se manifiestan con virulencia, pero nada importa porque esta noche se presenta diferente a todas las demás.

La hora de la actuación inicial en el concierto acústico condiciona nuestra llegada al Starland Ballroom de Sayreville y, para aumentar nuestra ya latente preocupación, la ruptura del jack de la guitarra de Jorge en la noche anterior obliga a una parada técnica en el Guitar Center del pueblo.

Son las cinco de la tarde y hay que estar en la sala dentro de veinticinco minutos; el GPS parece ser nuestra salvación, pero una cola interminable de zangolotinos adolescentes, proyectos de Guitar Hero en sus compras de sábado noche, suponen un obstáculo importante en nuestra previsión horaria.

Nada nos afecta, el destino es nuestro aliado y tanto la cola como el tráfico son vencidos, no sin ciertas dosis de fortuna por nuestra parte. La cuadratura del círculo. Los enlaces de las carreteras estatales nos conducen directos al lugar de destino.

Entramos por la puerta de invitados, tal y como nos ha sido sugerido; rápida inspección de los de seguridad, la recepcionista nos coloca los pases de rigor y observamos que esta vez todos siguen un protocolo bastante más estricto que el día anterior (de hecho nos obligan a adherirnos a la ropa una especie de pegatinas de tela que van a permitir nuestro libre albedrío por los callejones del club).

Una vez conseguido el primer paso procedemos al examen del lugar de los hechos: hay dos escenarios, el acústico y el principal. Jorge se sube al primero de ellos para hacer la prueba de sonido mientras yo compruebo como, tal y como nos temíamos, no hay ningún piano dispuesto sobre las tablas. Son normas de la casa, por problemas de espacio este año me quedo sin poner una pica en flandes.

Dado que no habíamos ensayado demasiado, me consuelo pensando que mi participación en el evento tampoco habría contribuido decisivamente a mostrarle a los yanquis cómo ha de ser interpretada con corrección su propia música. Me vienen a la cabeza imágenes de docenas de japoneses armados con guitarras de flamenco y me repongo con premura de la decepción inicial.

Tras la prueba nos dirigimos a examinar el escenario principal en donde obtenemos la primera señal de que algo especial se está preparando para la velada: en la parte central, al lado de la batería, se puede observar cómo destaca un precioso amplificador de guitarra color tweed apuntando hacia el techo en la clásica posición que suele usar Bruce Springsteen. Primera señal.

El concierto acústico discurre en función de las reglas marcadas por la organización, tres asaltos a modo de canción entre los tres aspirantes al título. Observo diferentes pesos, pero no existen las categorías. Jorge Otero, Ken Shawne y Lorenzo Bertochini hacen guantes para terminar firmando la paz bajo los acordes de “I shall be released” (Bob Dylan siempre encuentra un modo de arreglar las situaciones comprometidas).

Tras estos primeros escarceos efectuamos nuestra incursión inicial en camerinos para comprobar con asombro cómo sólo nos está permitido el acceso a la habitación que se encuentra en el lateral del escenario principal. El día anterior habíamos podido guardar el equipo en la oficina del piso de arriba pero, por algún extraño motivo, hoy parece que han cambiado el protocolo. “Nuevas órdenes, chicos”; se nota a los de seguridad más tensos que de costumbre, pero optamos por no concederle mayor importancia.

La tarde va avanzando y se suceden algunas actuaciones dignas de recordar; primero son Maybe Pete, un fantástico grupo local, los que descargan toda su energía en un reducido set de veinticinco minutos. Luego vendrán los viejos Exit 105, seguidos por la divina Jennifer Glass (alguien debería decirle, a juzgar por la abundancia de flashes masculinos, que las pasarelas han perdido una estrella que la música no termina de hallar).

Diversos españoles presentes en la sala comienzan a hacernos partícipes de la rumorología existente sobre la posible llegada de Bruce; parece ser que alguien ha visto por ahí al técnico de guitarras y ese es un dato que a cualquiera que conozca cómo funciona este jerárquico mundo del rock and roll no le puede pasar desapercibido.

Decidimos lanzarnos a la acción. Si el destino nos depara algo, éste es el día. Jorge sabe que Joe Grushecky le ha dado su palabra de que esta noche es uno de los invitados a subirse al escenario y es perfectamente conocido que Joe es un hombre de palabra (como dirían en Pittsburgh, ciudad de procedencia de este hombre, “a real paisano”).

En realidad todos los Houserockers, el grupo de Grushecky, son gente de lo más normal (es célebre la anécdota según la cual un día que estaba el grupo al completo cenando en casa de Bruce Springsteen el bajista, Art, fue interrogado por sus preferencias para beber, “¿qué quieres Art?”, el responde “agua”; ¿de qué clase?, le preguntan, ¿natural, con gas, Perrier, Springlife?, a lo que él responde con absoluta naturalidad “del grifo, en fin, agua”).

Jorge ha sido citado ya desde hace algunos días para tocar en la canción “A Good Life”, pero ahora es necesario hacer alguna maniobra de aproximación para poder verificar que la promesa sigue en pie.El problema que se nos presenta es meramente logístico. Nadie del entorno de Grushecky parece estar en la sala, así que no queda más remedio que dirigirse de nuevo a la aventura del backstage.

Atravesamos la primera línea enemiga con nuestros pases de artista y, justo cuando enfilamos el pasillo de acceso a las escaleras del piso superior, un tipo de seguridad nos pregunta con extrema amabilidad si tenemos pase de “Access All Areas”. En su honor he de decir que se trataba de todo un profesional del mentado oficio, a la par que caballero. Cumplió con su cometido sin dar un miserable grito y nos vimos obligados a reconocer una derrota momentánea más que evidente.

Ante este contratiempo optamos por el plan B, que consistía básicamente en hablar con el coordinador del evento, Joe D’Urso, a quien Jorge conocía ya del festival del año pasado. Se trataba de solicitarle un permiso especial que nos facultara para acceder a las oficinas donde estaban ubicados los camerinos más reservados.

Lo cierto es que la coartada que empleamos para cursar nuestra petición no era, en rigor, ninguna excusa; el acceso a camerinos era fundamental para hablar con Grushecky, ya que Jorge iba a ser uno de sus invitados de la noche y tenía que confirmar la canción a interpretar y el momento en el que iba a tener lugar.

El contacto es todo un éxito y, gracias a él, conseguimos el beneplácito del portero que, en lo sucesivo, como gran profesional que era, iba a mirar para otra parte cada vez que pasáramos delante de sus narices con el más absoluto de los descaros.

Cuando logramos subir las escaleras del piso superior observamos cómo en la habitación de reunión sólo se encuentra el técnico de guitarras de Grushecky. En una conversación muy distendida con el tipo, en la que tienen cabida desde sus hijos hasta O.J. Simpson, nos dice con la mayor naturalidad del mundo que lleva esperando allí un buen rato porque “los chicos están ensayando con Bruce en el hotel”. Tocado y hundido. Lo gracioso de la situación es que esta gente te habla de esto como si ya lo supieras desde hace días.

Tratamos de componer la figura en la medida de lo posible y, en una mirada de complicidad, hacemos juramento o promesa de no abandonar los camerinos hasta que la situación sea de no retorno.

Pasan las horas y se suceden las actuaciones del festival. Algunos de los Houserockers hacen acto de presencia en el backstage y, tras diversas conversaciones delirantes, optamos por bajar a ver el concierto de Jeffrey Gaines. Su mera presencia lo llena todo. Es un chico negro que canta y toca la guitarra como si le fuera la vida en ello y esa sensación se transmite poderosamente a todo el público que abarrota la sala, creando para nosotros un ambiente previo inmejorable de cara a aquéllo que todavía estaba por llegar.

Enésimo retorno a la zona de camerinos pero esta vez, al final del pasillo, observamos un pequeño cambio: hay un individuo de seguridad apostado en la parte inferior de las escaleras. Nos hacemos los suecos, dirigimos nuestros pasos hacia el primer escalón y, cual será nuestra sorpresa cuando vemos la puerta superior completamente cerrada.

Al instante se abre con violencia y surge un individuo a quien Jorge ya conoce de ocasiones anteriores porque lleva tiempo elaborando un documental sobre Joe Grushecky; enseguida advierte nuestra presencia y nos dice, de manera bastante brusca y con cierto tono de desesperación, que allí necesitan una guitarra inmediatamente.

Jorge vuelve sobre sus pasos a la habitación del piso inferior donde habíamos guardado las cosas después del concierto acústico, mientras el individuo de seguridad comienza a mirarme con cara de pocos amigos. A los pocos segundos, regresa con la Gibson Hummingbird, justo cuando ya parecía que arriba estaban intentando conseguir otro instrumento.

Subimos las escaleras, hacemos entrega en mano de nuestro pasaporte, conscientes de que algo importante está a punto de pasar y, en el instante en que atravesamos la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, somos interceptados por un comando de los Sopranos. Tony Amato, más conocido como Boccigalupe (o “Bocci” para los amigos), a la sazón líder musical visible de los “Bad Boys” de New Jersey, de escasa estatura pero elevada convicción intimidatoria, nos enfila con la mirada y exclama “Hey chicos, creo que no necesitan a mucha gente ahí dentro ahora mismo” (si conoceis a Steve Van Zandt, compañero musical de Bruce y actor en la serie anteriormente mentada, el bueno de Bocci parece su hermano gemelo con la particularidad de ser aún más macarra y mucho menos simpático).

Decepción inmediata, nos quedamos castigados en el pasillo observando cómo en la habitación del fondo se efectúa la entrega de la guitarra a alguien que comienza a interpretar con ella unos acordes dominados por una voz inconfundible. Es él, el hombre.

Suenan “Darkness on the Edge of town”, “Murder Incorporated” y “A good life”. Jorge y yo nos miramos una y otra vez dando a entender lo surrealista de la situación y clavamos el odio de nuestras miradas sobre el pequeño italoamericano que no cesa de reirse a nuestra cara.

Surge de la estancia la figura del técnico de guitarras de Bruce, a quien Bocci comenta delante de nuestras narices que va a presentarle a dos “stalkers” españoles (¿será miserable?). Jorge le comenta que deseamos quedarnos allí simplemente “porque no nos fiamos demasiado de que nos devuelvan la guitarra, ¿capisci?”, a lo que el tipo contesta que quien está ahí dentro puede comprar doscientas iguales que esa.

A los diez minutos de estar allí concluye el ensayo y una figura muy familiar enfila el pasillo hacia nosotros. Es el mismísimo Springsteen, de mayor estatura de la que se podría deducir en las fotos, tocado con la capucha de la sudadera sobre una gorra de béisbol y en una forma física envidiable para sus 57 años, se dirige arrastrando las botas como un macarra de barrio hacia la habitación que tiene la entrada justo donde hemos sido interceptados.

Iluminado bajo los focos del pasillo su figura, circunspecta, se asemeja a la de un boxeador que se aproxima al ring. Seguido por Joe Grushecky, ambos se introducen en la estancia, mientras que nosotros imploramos la liberación a nuestro secuestrador con ojos de cordero degollado. No funciona, la tortura continua y tenemos que escuchar, esta vez a dos metros exactos de distancia, cómo los dos músicos ensayan “Atlantic City”. Pienso en mi interior la crueldad del destino, justo la canción que toqué en público por primera vez en mi vida y me veo condenado a escucharla desde el pasillo.

Final del pequeño ensayo, Bruce abandona la habitación y se dirige al cuarto de baño. A la salida es el pequeño Bocci el que le dice “Hey B, fírmame esta camiseta” (pero, ¿no se suponía que éramos nosotros los “stalkers”, desgraciado?). Una vez cumplido su objetivo, el tipejo nos mira fijamente y completa su burla exclamando, “Venga, pista, no quiero veros delante, pasad donde querais y no me molesteis”.

Última barrera de acceso superada. No lo pensamos dos veces y recorremos el pasillo hasta la habitación del fondo en la que, durante los próximos cuarenta minutos vamos a estar integrados como parte del mobiliario. No nos atrevemos a tomar asiento en uno de los sofás, a pesar de que sólo se encuentran en la habitación el bajista de los Houserockers y su técnico de sonido; optamos por apoyarnos en una pared y lo que podemos presenciar no deja de tener su gracia.

Aparece Bruce en la habitación, ya con la ropa del concierto puesta y me pide que le deje pasar un momento hacia el otro lado del sofá. Me aparto y cuál será mi sorpresa cuando veo que se coloca la gorra que lleva en la mano y comienza a ensayar posturitas delante del espejo. Para ser estrella del rock’n’roll hay que sufrir, chicos.

Cruza algunas palabras con los otros que están en la estancia y no para de caminar por las dependencias (supongo que después de casi cuarenta años tocando uno todavía tiene ciertos nervios que contribuyen a optimizar el rendimiento sobre las tablas). Las idas y venidas se suceden ante nuestra atónita mirada.

Entretanto ya he mutado mi ser en un elemento más del mobiliario; soy una especie de lámpara con gafas que ilumina el pequeño habitáculo absorbiendo las imágenes con el obturador largo. Nunca he sido nada mitómano, pero he de reconocer que tener ahí al lado al tipo con cuya música has crecido desde los nueve años impresiona a cualquiera.

He de decir que la realidad coincide plenamente con el mito. Bruce es un tipo muy normal, bastante macarra, se comunica prácticamente con monosílabos y consigue de forma asombrosa que con sus escasas expresiones todos aquéllos que se encuentran a su alrededor se muevan al son que toque. Ahora comienzo a entender el por qué del sobrenombre de “El Jefe” que le ha sido atribuído desde tiempos inmemoriales.

Su rostro muestra un gesto de seriedad mezclada con el cansancio y se ve que quizá hoy habría preferido quedarse en su casa de Rumson, con su mujer y sus hijos, antes de venir a tocar al festival. Sin embargo su grado de compromiso, con los amigos en primer lugar y con las causas benéficas en el segundo, hacen imprescindible su contribución a la noche grande de este “Light of Day”.

Uno de sus amigos, Bob Benjamin, manager de Grushecky, contrajo la enfermedad del parkinson hace ya varios años y, desde entonces, ha organizado este festival de cita anual con el objeto de recaudar fondos para “The Parkinson’s Disease Foundation”. Springsteen sabe que su presencia en el festival, nunca anunciada pero siempre intuida, supone una fuente de ingresos fundamental para una causa que hoy en día se ve amenazada por las restricciones que la Administración Bush ha impuesto en materia de investigación con células madre.

Así que Springsteen, con su gorra, sale de nuevo de la habitación “a pasar desapercibido entre la gente” según él mismo comenta. Pablo y yo nos quedamos con Joe Grushecky y la banda, yo todavía no he podido verificar en qué canción voy a tocar.

Están todos copiando el setlist: hay tres canciones de Grushecky (que serán cuatro) y varias con Bruce. Joe me confirma que voy a tocar en “A Good Life”, tal y como estaba previsto. Es la canción que da título a su nuevo disco, la segunda del set con Springsteen. Por si acaso, y viendo lo que está previsto (joyas de Bruce como “Darkness On The Edge Of Town” o “Atlantic City”) le digo a Joe que me sé todas las canciones de la lista y que no dude en llamarme para tocar más. Por pedir, que no quede…

Escaleras abajo parece ser que Bruce se ha subido a tocar dos temas con los Marah, con lo cual los horarios previstos pasan a ser imprevistos, pero finalmente bajamos y colocamos todo en el escenario. El rock and roll con tintes souleros de Joe Grushecky and The Houserockers cautiva al instante al público de New Jersey. Joe sabe que juega a caballo ganador y disfruta el momento.

Falta una canción para que Bruce suba al escenario y lo tengo a mi lado. Dudo si presentarme o no, pero lo hago. Su única contestación: una media sonrisa, una ligera elevación de su botellín de agua y una palabra: “yeah”. Pues vale.

Joe me presenta: “desde España, mi buen amigo Jorge Otero”. En el escenario del Starland Ballroom, se me habían concedido apenas cuatro minutos para cumplir un sueño, extraer la esencia de ese momento y poder recordarlo para siempre.

Una seña de Grushecky me indica que me acerque al centro del escenario, entre él y Bruce. Junto a mí está también Johnny Grushecky, tocando la guitarra junto a su padre en casi todas las canciones. El ambiente en el escenario es distendido. Con otra breve seña comprendo al instante que Bruce no se sabe la letra y me toca cantar en el micro de Joe los coros que Bruce había hecho en el disco… ¡menudo momento!

Cuando llega el estribillo estamos los tres (Joe, Johnny y yo) en el mismo micro; Bruce lee la letra a duras penas desde su atril; yo veo ese hueco en el escenario y dejo pasar la ocasión. Pero llega el siguiente estribillo y en el escenario todo parece dispuesto para que el movimiento más lógico sea caminar los dos metros que me separan de Springsteen y cantar con él en su micrófono, en el centro. He de reconocer que dudé durante una milésima de segundo.

Así que me acerco al micrófono y bajo una lluvia de flashes, Bruce Springsteen y yo cantamos “tengo dos hijos, dos gatos, un perro fiel y un sombrero de la suerte; una casa vieja, un coche rápido, pero no voy muy lejos”. Ambos mentimos.

Bruce lleva su clásica Telecaster, tiene un aspecto excelente y su característica física más acentuada (además de su mandíbula) es que se parece de forma increíble a Bruce Springsteen. Cuando habla, incluso parece un imitador de sí mismo. Y camina cojeando, exactamente como todo el mundo cuenta que lo hace.

Pero además, esa noche Bruce toca rock and roll como nunca, o más bien como siempre. Como todos hemos deseado tocarlo alguna vez. Y yo, esa noche rozo con la punta de los dedos ese universo mítico de New Jersey donde se nace para correr, se vive para descubrir si el amor es real y cada noche puedes perseguir tus sueños en la tierra prometida.

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